No me gusta la moda ni me gusta comprar ropa. Tampoco es que pretenda ir mal vestido o ponerme lo primero que pillo en el armario, pero casi… No siempre fui así. Recuerdo en mi juventud que era un poco presumido y tuve una época de gastar bastante dinero en ropa. Luego llegaron algunas crisis financieras y tuve que eliminar todo gasto superfluo: lo de la ropa fue una de las primeras cosas que cambiaron.
Más adelante, cuando mi economía volvió a florecer ya había cambiado mi relación con la ropa. No sentía interés por la moda ni la ropa de marca: pasé a gastar el menor dinero posible en ropa, a pesar de que podía pagar perfectamente ropa más cara. Hasta mi madre me dice a veces que parezco un vagabundo…
Mi mujer, sin embargo, no está de acuerdo con mi austeridad de vestimenta. Ella disfruta yendo a las tiendas y probando y reprobando las camisetas de mujer o lo que se le ponga por delante. Sé que es una de sus grandes aficiones y no la quiero amonestar. Es su dinero, es su ocio, y debe hacer lo que quiera con ambos. Pero claro, a mí me toca acompañarla la mayoría de las veces.
Tengo que decir que, a pesar de mi divorcio de la moda, sigo teniendo buen ojo para saber cuándo una cosa queda mal y cuando bien. Por eso también suelo acompañar a mi mujer cuando va de shopping. Pero hasta que llega al probador pueden pasar muchos minutos… muchos lentos minutos que yo dedicó a vaguear sin rumbo por la tienda.
La película es siempre igual: entro a la tienda con moderado entusiasmo, pero en cuanto veo que a los diez minutos mi mujer sigue casi en la misma posición mirando y remirando todo, suspiro y empiezo a recorrer la tienda a mi aire. De vez en cuando, mi mujer me avisa desde lejos: “¿qué te parece estas camisetas mujer”? “Habrá que probarlas”, digo. Y todo así.
Pero lo peor llega al final, cuando después de salir de la tienda dice: “espera, vamos a mirar esta otra”. Y vuelta a empezar.