A veces, cuando uno está enamorado se desespera y empieza a tomar decisiones sorprendentes. Llevaba tres meses en mi nuevo trabajo y empezaba a hacer amistad con algunos compañeros de la oficina. Pronto me fijé en una chica de recursos humanos y quedé extasiado: me dije que tarde o temprano me acercaría a ella.
Pero era como el viento, no solía quedar a comer con los de la oficina ni hacía ningún after work. Ella iba a lo suyo y nadie parecía conocerla mucho, a pesar de que llevaba dos años en la empresa. Entonces me dije que debía cambiar la estrategia. Parecía que Lucía, que así se llama, solo tenía una amiga: eran como la cara y la cruz. Isabel es muy dicharachera, abierta y de trato fácil: y no se pierde ni un after work. Así que me acerqué a Isabel… para intentar acercarme a Lucía.
Un mes más tarde, Isabel me dijo que organizaba una fiesta en su casa: me invitó. En todo momento creí que Lucía iba a acudir, pero cuando llegamos allí, nada: no estaba por ningún lado. Isabel me cogió por banda en un momento y empezó a hablarme de su gran afición: el interiorismo. Me hizo un recorrido por su casa, me habló del sofá de segunda mano, de la lámpara comprada en Casablanca, de la mecedora de la abuela, de los paneles japoneses baratos… Tengo que admitir que tras una rato en su casa (y después de un par de gintonics) olvidé que la razón por la yo estaba allí era Lucía.
Con el paso del tiempo, mi relación con Isabel se fue estrechando y, por fin, llegó el día. No sé de qué manera acabamos los tres en casa de Isabel. Era el momento para empezar a conocer a Lucía. Supe lo más importante: no tenía novio. Pero, por otro lado, no parecía mostrar mucho interés por nada de nuestra conversación, ni siquiera por los paneles japoneses baratos de su amiga: “mirad, son nuevos, los he vuelto a cambiar”. Nada. ¿Y qué pasó al final? Que una cosa llevó a la otra, Lucía se fue y me quedé solo con Isabel… La vida es así.